Adsense Menu

En estos días...

Desde hace unos días la muerte convive conmigo. No sé bien cuando pasó pero está acá y no puedo disimular y mirar para otro lado. Ella me mira, comparte mi mesa, me respira en el oído, su aroma me inunda, su aliento me humedece el cuello, se acuesta conmigo en mi cama, me despierta a la mañana, me ayuda a pedirle “un ratito mas” al despertador, me acompaña a trabajar, y hasta incluso se sienta frente a mi mientras escribo estas líneas y saboreo mi café en la casa del señor King.
Anoche miramos TV juntos. Y se ocupó de pincharme con su aguja de tejer ante cada escena tonta, de una novela aun mas tonta, buscando la presencia de mis lágrimas. Sin embargo aun no puede con la fortaleza de mis mejillas ni con la barrera que mis cejas le ponen a estos ojos húmedos cada vez mas difíciles de controlar.
La muerta está acá. Al lado mío. No la veo, no sé como se viste. Es invisible a mis ojos pero está acá y ante cada paso, y contrapaso, me dice que nada ni nadie es irremplazable. Ni siquiera yo. Me repite una y otra vez que solo ella lo es.
Y ante semejante evidencia hay veces en las cuales uno debe aceptar las cosas como son. Y lo hago. Quizás por eso no me asusta. La acepto con resignación y con un plus de ganas que me hacen seguir a pesar de saber que es la única batalla que ya tengo perdida de antemano. O quizás no me asusta porque en algunos ratos, quizás en este, siento que no existe algo, tangible o no, que quisiera seguir teniendo con todo mí ser. No está aquello que no quisiera perder por nada del mundo.
Seguramente es eso lo que hace todo un poco mas soportable. Esta eterna nube negra que no se mueve, que no deja entrar ni un puto rayo de sol. Esta sensación de vivir bajo un opaco eclipse de sol sin fecha de vencimiento donde los problemas dejaron de serlo, al menos tan fatídicos, porque ya nada importa tanto como para llorar y emocionarse de la boca, o de los ojos, para afuera.
La muerte vive en mi casa y siempre que giro los ojos hacia ella veo, ya sin miedo, que me mira y me sonríe. Que me llama por mi apodo. Que somos casi dos viejos conocidos. Que nos entendemos con una simple, tímida y fría mirada. Y mientras lo hacemos me pongo mi viejo sombrero de capitán de barco y miro la larga huella que voy dejando a mi paso. Un franja verde de luz que surge al remover el fondo del mar. Un fondo no siempre bueno, ni tampoco tan malo.
Como miedo no le tengo supongo que todo podría estar mejor. Supongo que conozco el peor de los lugares y entonces es lo mas parecido a haber tocado fondo. Me refiero a eso de que “queda todo por lograr”, ya no hay “nada que perder”. Pero lo peor de estar en el fondo no es el lugar, lo peor es tener miedo de no poder subir mas. Lo peor es toparse con un espejo y ver que ante cada triunfo ajeno lo sentimos como una derrota propia. Por envidia, egoísmo, pobreza espiritual, no importa q palabra defina ese sentimiento. Importa que está y se siente tal cual lo escribo. Y solo me sale gritar “cuídense de mí”. O quizás “ayúdenme a cuidarme de mi”. De la forma que puedan. De la forma que les salga. No habrá reproche si lo hacen. Hay cosas que no suman. Mi presencia en días como este no suman. Mis silencios le ponen palabras a ese no sumar. Y si hoy me cruzan les puedo hacer tanto mal que luego de hacerlo me sentiría aun mas bajo. Sería como descubrir que no estaba en el fondo, que había un subsuelo mas. En estos días, con la muerte gastando mi mismo aire, siempre lo hay.

PD. Este texto es del 2010. No recuerdo bien la fecha. No me confiaría de lo que dice el archivo de Word, pero es del año pasado. Por algo no lo subí en ese momento y supongo que por algo lo subo hoy. Tenía que estar. Tarde o temprano, tenía que estar.

No hay comentarios